Revoluciones de odio

La piedra angular del progreso social es la educación de la voluntad para la convivencia, para el deseo del bien del otro, para la búsqueda de un marco en el que todas las personas puedan desarrollarse como seres humanos. Este camino de amor es el que defendía Platón en su “Banquete” y el que proponen algunas religiones que llegan a proponer la unión de los hombres en un “cuerpo místico”.

Frecuentemente, un subgrupo de personas ocupa una posición de privilegio en la sociedad, oprimiendo al resto y bloqueando la posibilidad de cambios. Ante esta situación puede surgir una revolución contra el subgrupo dominante para desatascar el impasse y reanudar el proceso de evolución social. Estas revoluciones suelen estar promovidas por el subgrupo de los desfavorecidos (tercer estado, proletariado, mujeres, grupos étnicos…) que, muy frecuentemente, adquiere una cohesión identitaria frente al enemigo opresor al que trata de oprimir o destruir. Así, las revoluciones que nacen en el amor, con el sueño de un espacio de convivencia en el que los oprimidos tengan un lugar bajo el sol, tienden a “pasarse al lado oscuro”, imbuirse de odio, y dedicarse más a atacar al grupo identificado como opresor que a defender a aquellos que inicialmente pretenden rescatar.

La destructividad de las revoluciones no se reduce sólo al derramamiento directo de sangre (batallas, genocidios, guillotinas, gulags, campos de concentración…), matanzas justificadas como males orientados a lograr un bien superior, sino que suelen comportar una violencia intelectual que destruye los modelos sociopolíticos a los que sustituyen, eliminando a la vez lo bueno y lo malo que tenían estos:

Los ejemplos son innumerables: Enrique VIII de Inglaterra, al oponerse al papado, cerró durante años todos los hospitales del país, que pertenecían a la iglesia católica. En el siglo XVIII, distintos gobiernos ilustrados expulsaron de sus territorios a los jesuitas, cima del saber de su tiempo, mutilando y sesgando hacia el laicismo la cultura de sus países. La guerra de la independencia española, que expulsó a las tropas napoleónicas y llevó a la coronación de Fernando VII, provocó el rechazo en España de toda la cultura ilustrada, provocando un sesgo contrario al de la expulsión de los jesuitas y sumiendo a España en el atraso histórico. Esta política de arrasar con lo anterior para dejar espacio a lo nuevo, digna de Nerón, suele lograr más daño que beneficio y además, los más perjudicados suelen ser los más débiles.

Ya en el siglo XX, distintas revoluciones comunistas, tratando de defender al proletariado, se han opuesto a las clases privilegiadas y han desatado persecuciones contra los intelectuales, e incluso contra la ciencia en sí, calificándola de burguesa. Han tratado de reinventar la rueda mientras el vehículo rodante marchaba a toda velocidad, con las consecuencias esperables. En la Unión Soviética, Lysenko, entre los años 30 y los 60, desechó la agricultura tradicional sustituyéndola por un nuevo “modelo proletario”, logrando la muerte de millones de personas en hambrunas.

En la China de Mao, campañas para mejorar el rendimiento agrícola mediante la casi aniquilación de los pájaros consumidores de grano provocaron el caos ecológico y la proliferación de insectos, mientras que la idea de “labrar” el suelo profundamente provocó la destrucción del suelo. Más hambrunas, más muertos (y sí, precisamente el proletariado es el que se muere de hambre).

En la Camboya de Pol Pot, bastaba el uso de gafas para considerar que alguien era un intelectual, y por tanto un burgués, que debía ser purgado enviándolo a campos de reeducación (campos de exterminio). La sociedad deprivada de médicos, ingenieros, etc, no mejoró precisamente por ello. La dinámica se repite.

Cuando se saca al genio de la botella no se le puede volver a meter en ella. Cuando se pone en marcha la dinámica de enfrentamiento, se potencian el odio y la destrucción. Ante estas dinámicas, la razón resulta impotente, especialmente cuando se la convierte en blanco explícito de los ataques, como ocurre con algunos de estos movimientos. Los ejemplos recientes de radicalización de causas nobles no se limitan al comunismo:

En Ruanda, el colonialismo europeo rigidificó y racializó la diferencia social entre hutus y tutsis. La “revolución” hutu, en vez de reflexibilizar las clases sociales para mejorar la situación de los hutus, se orientó al genocidio de los tutsis.

El feminismo, pese a comenzar defendiendo a las mujeres oprimidas, acaba dedicándose a atacar a los hombres, a limitar su libertad de expresión con argumentos como el “mansplaining” e incluso a promover iniciativas como su sodomización para promover la igualdad (https://www.20minutos.es/noticia/4118519/0/declaraciones-beatriz-gimeno/), lo que en modo alguno puede ayudar a las mujeres cuyo sueldo es inferior al de sus compañeros varones.

En ocasiones es necesario cambiar el orden social, especialmente cuando hay opresión, pero cuando se recurre a la violencia esta impone su propio código y, muy frecuentemente, todos los implicados acaban perdiendo.

Iniciativas basadas en la “no violencia” como las de Gandhi o Martin Luther King, e incluso remontándonos atrás, las de Sócrates o Jesucristo,  nos han mostrado que es posible cambiar el mundo sin recurrir al odio, sin destruir al otro mediante la violencia secundaria. Sí que hay una violencia en esta “no violencia”, pero es la violencia primaria. Esta violencia primaria no es destructiva, sino que está basada en el amor y orientada al crecimiento del ser humano en un proceso de evolución más lento que una revolución, pero más edificante a largo plazo. Creo que es en estos movimientos en los que debemos basar nuestros esfuerzos para mejorar la sociedad.