Hubo un tiempo en que Europa creía en un Dios infinitamente poderoso e infinitamente bueno, en un Dios inmerso en los asuntos terrenales cuya Providencia hacía que no cayese una hoja de un árbol sin que interviniese su voluntad.
Ese Dios es el punto de apoyo que permite a Descartes escapar del escepticismo al que le aboca su duda metódica. Ese Dios es el Padre que hace hermanos a los seres humanos. Ese Dios, con su Providencia, justifica las ordalías de los pueblos germánicos (desde el juicio mediante el duelo a la identificación de las brujas mediante su flotabilidad). Ese Dios es la base de la moral, como certificaron Nietzsche y Dostoievski a posteriori. Ese Dios lo es todo.
Además, la Iglesia, en nombre de ese Dios, organizaba el tiempo humano mediante el calendario litúrgico, discriminaba entre lo puro y lo herético mediante la Inquisición, lideraba un esbozo de unión europea en la cristiandad, coordinaba la acción exterior en proyectos como las cruzadas o el reparto de los territorios americanos por colonizar y ponía el broche de la autoridad papal a un mundo de certezas en el que el poder de los monarcas absolutos estaba respaldado por la Gracia de Dios.
Dado que la verdadera Fe era la única vía hacia la salvación eterna, estaba justificado, incluso era necesario, imponer el camino por el que se habían de salvar las almas, erradicar las herejías que las pudiesen condenar, en definitiva, sostener el Orden del mundo, sin importar cuántos esfuerzos, gastos o vidas costase el empeño.
Las guerras de religión de los siglos XVI y XVII enfrentaron a católicos y protestantes, cada uno convencido de la intrínseca maldad del otro, cada uno convencido de la inevitabilidad de su victoria, pues la Providencia no podía fallar a los verdaderos seguidores de Cristo; cada uno decepcionado por el choque con la realidad. Tras casi dos siglos despedazándose por escenarios de toda Europa sin una solución clara al conflicto de fe que se esperaba resolviesen las armas, los creyentes pasaron a cuestionar los fundamentos de todo el modelo.
Se instituyó la libertad religiosa (para los príncipes, cuya religión debía adoptar su pueblo). Se renunció a imponer la verdad al otro. Se cuestionó a un Dios que permitiese que en su nombre se produjesen esos baños de sangre. Se confrontó la autoridad de los reyes. Se tambaleó la moral.
La Ilustración sustituyó a Dios por la Naturaleza y la Razón humana, básicamente sosteniendo el viejo edificio con nuevos puntales. La ciencia y la Razón reemplazaron a la revelación como criterios de verdad. La técnica y el progreso sustituyeron al más allá como infusores de esperanza. La Naturaleza tomó el lugar de Dios como fundamento de la moral en un camino que desembocaría en la enunciación de los Derechos Humanos. La “fraternité” en la nación ocupó el espacio de la hermandad de los hijos de Dios. El ser humano sustituyó al orden trascendente como pretendido beneficiario de los esfuerzos de una civilización conducente al bienestar.
Y sin embargo, el edificio apuntalado volvió a colapsar. Las matanzas en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial cuestionaron que la técnica y la razón humana condujesen al bienestar (Freud llegó a postular una pulsión de muerte intrínseca al ser humano). Los genocidios y la deshumanización de la Segunda Guerra Mundial confrontaron la fe en la Naturaleza humana como garante de la moral. El desastre ecológico discute la creencia en un progreso que infunda esperanza.
Con el paso del tiempo, se ha llegado a cuestionar la existencia de una verdad absoluta, basada en Dios o en la Razón. El relativismo de la postverdad hubiese escandalizado al mismo Maquiavelo. El hombre carente de referentes de realidad y de fundamentos para su moral se entrega al consumismo y a consignas morales apenas más profundas que la tela de la pancarta en la que se inscriben. Se pierden las hermandades y los vínculos, sociales o familiares, para acabar en una sociedad líquida.
La riqueza material de occidente y el disfrute consumista del presente ocultan un trasfondo desolador, ilustrable con referentes como “Mad Max”, un páramo nihilista sin referentes. Tras la muerte de Dios soñamos con la Razón, tras la muerte de la Razón tenemos que volver a empezar. Necesitamos, en términos de George Lucas, “Una Nueva Esperanza”.
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