Los españoles no somos racistas. La ideología dominante entre nuestros conciudadanos no se corresponde con la descripción del racismo que hacía Lévi-Strauss, que ya expliqué en otro lugar con anterioridad.
En España no creemos que se pueda establecer una correlación importante entre el patrimonio genético, la capacidad intelectual y la disposición moral. Más bien nos entregamos a un modelo ambientalista, considerando que la educación es el factor esencial en la configuración del ser humano. Por ello, el modelo educativo es una fuente constante de fricciones entre las distintas facciones políticas, que tratan de imponer el modelo social que consideran preferible, junto a sus valores característicos, a través de la escuela. Tanto la genética como la responsabilidad del individuo en la gestión de su libertad tienden a pasar a un segundo plano.
Sí tendemos a creer los españoles que las razas constituyen unos grupos relativamente cerrados y homogéneos que comparten un patrimonio genético común. En nuestro país se tiende a encasillar a los individuos en una raza u otra, ignorando los hallazgos de la Antropología que descalifican la validez de la categorización racial. Sin embargo, este criterio por sí solo no basta para constituir una ideología racista.
La idea de que las razas se pueden jerarquizar según la calidad de su patrimonio genético tiene una cierta difusión en nuestro entorno, aunque no creo que la mayoría de los españoles considere válido este principio.
En cuanto al último postulado del racismo, la consideración de que las razas superiores pueden, legítimamente, dominar, explotar o destruir a las inferiores, creo que resulta claro que no es un planteamiento aceptado en la piel de toro. Al contrario, su mera mención produce escándalo y rechazo.
Por todo ello, creo que podemos afirmar que los españoles no somos racistas.
Los españoles no somos xenófobos. No rechazamos lo distinto, lo extranjero, por el simple hecho de serlo. En realidad, tendemos a aceptar cualquier idea, práctica o tecnología procedente del resto de Europa, o de Estados Unidos, de forma acrítica. La incorporamos en bruto, sin siquiera pararnos a pensar en cómo adaptarla para que encaje en las particularidades de nuestro país. Por poner un ejemplo, cuando en los tiempos del
“landismo” “las suecas” empezaron a venir a nuestras playas a desvestirse y tomar, durante unos días de vacaciones, el sol que no encontraban en su país, nosotros copiamos el modelo sin tener en cuenta nuestras circunstancias. En la mayor parte de nuestro territorio la irradiación solar a lo largo del año es muy superior a la que se puede disfrutar en el norte de Europa, por lo que resulta necesario tener en cuenta los perjuicios que un exceso de exposición al sol puede producir sobre la salud de nuestra piel.
Lo que sí somos los españoles es intolerantes. Consideramos que hay una forma de hacer las cosas, e incluso una forma de ser, que son correctas, y encontramos difícil aceptar cualquier desviación del canon. Ya en el siglo XVII dilapidamos nuestro imperio en unas guerras de religión con las que pretendíamos imponer la ortodoxia católica en toda Europa. Actualmente nuestros valores no son los mismos que en el siglo XVII, pero los defendemos con una intolerancia similar.
Es en esta intolerancia, y no en el racismo o en la xenofobia, donde surge el rechazo hacia ciertos grupos humanos cuya cultura contrasta con los referentes dominantes en nuestro entorno. El rechazo que pueden sufrir los inmigrantes procedentes de determinados países tiene que ver con la valoración que hacemos de su cultura, no con su genética, y resulta muchísimo más marcado si su situación económica es precaria. Cuando estos inmigrantes adoptan las formas culturales aceptadas generalmente y, de forma llamativa, si su situación económica es holgada, el rechazo desaparece.
Nuestra intolerancia no está restringida a los extranjeros de determinados países. Es fácil apreciarla dirigida a determinados grupos minoritarios autóctonos, cuyos integrantes la llevan sufriendo, en algunos casos, desde hace siglos.
En realidad, no hay un canon único de valores aceptables. Hay dos. Las dos Españas enfrentadas se relacionan a partir de unas posiciones similares de intolerancia, y llegan a considerar una bajeza acercarse a los planteamientos de la otra.
En algunos casos, la expresión del rechazo y la intolerancia que surgen de la interpretación estrecha de algunos valores queda inhibida cuando la visión contraria impera en el discurso público. Entonces, se teme la crítica a la manifestación de ciertas posiciones, que se ocultan y se excluyen del diálogo social, con lo que se enconan hasta que estallan violentamente o provocan un golpe de péndulo. En estos casos, pueden cambiar los valores dominantes, persistiendo la intolerancia con la que se defienden.
Los españoles necesitamos aprender a tolerar un poco más las ideas que no aceptamos, lo que no significa llegar al extremo del relativismo. Nos hace falta dialogar más y entender que hay otros puntos de vista que necesitan ser incluidos en el espacio público para facilitar la convivencia y la maduración de las ideas. A ver si espabilamos, que llevamos siglos sosteniendo el mismo espíritu intolerante que motivó la Inquisición.
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